óleo sobre lienzo, 40x50 cm.
La
taberna tiene las paredes encaladas y encima del mostrador de madera, un charco
de agua, o de vino, que al caso da igual, que refleja las vigas del techo, también
encaladas. Miro la gente que habla en voz baja de sus cosas, sentados en las
mesas. Por la ventana puedo ver el mar azul brillante. Me siento en la mesa que
hay cerca de la ventana por donde entra ese mar azul que quiero pintar ahora. Los
más curiosos miran de reojo las cosas que saco de la mochila, pinceles, papeles,
una caja de acuarelas y un tarro de agua limpia. Después de un rato pintando,
la gente ha dejado de mirarme y sigue con sus cosas. Tengo los ojos dañados del
fuerte contraste de la iluminación exterior, así que decido salir fuera y
seguir pintando sentado en un poyo de piedra encalada que hay junto a la puerta
de la taberna. El mar azul marino está en calma, y solo alguna ola roza la
orilla y se rompe en mil gotitas blancas. La tarde rezuma salitre, y poco a
poco van saliendo esos tonos rosados tan agradecidos para un pintor. Guardo los
trastos de la pintura y contemplo el horizonte a través del cristal del vaso de
vino que acabo de vaciar. La imagen se retuerce como una maroma y el cielo y el
agua parecen mezclarse en un caos impresionista. Al final doy por bien empleada
las dos horas de esta tarde y me marcho diciendo: buenas tardes señores.
óleo sobre lienzo, 30x20 cm.
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